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Guatemala

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  • LA SIGUANABA

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    FUENTE: Leyendas de Santa Ana Huista, Huehuetenango, Guatemala. Elder Exvedi Morales Mérida.

     

    El viento cabalgaba libre entre las copas de los árboles. Los ocotes en los jacales vomitaban sus llamas que danzaban al compás de la música de una marimba cuache. La noche de puntillas y descalza caminaba por las calles, como si fuera una ishtía malcriada.

     

    -Sólo la cusha  me anima-,  se oyó una voz desde adentro de la cantinucha  “El Jocosh Amigo”, donde llegaban más moscas que clientes.

    -Dejate de babosadas, vos Juan Huista-, se escuchó,  seguido de una sonora carcajada.

     

    El reloj del tiempo anunció las ocho.

     

    -Qué vas a saber vos de esas cosas.

    -Tenés razón vos Juan Huista. Sólo sé de machete, azadón, mecapal, lazo y de guaro.

     

    Los recuerdos eran un reguero de tizones de roble.  Hablaron de ella, de su desaparición extraña.

    Cuando Juan Huista la evocaba, un rosario de lágrimas brotaba de sus dos ojos, que más parecían frijoles camaguas.

    -Esperame un chachito-, le indicó  Juan Huista-, ya regreso. Voy a echarme una mi miada.

     

    Saliendo de ese antro de perdición estaba cuando, por una de las calles empedradas, apareció una mujer vestida de blanco, cuyo rostro tenía oculto.

     

    -Es la  María Chirimía-, murmuró emocionado, y se dirigió hacia ella.

     

    -¡María Chirimía! ¡María Chirimía!  Gritó  a todo pulmón.

     

    La mujer regresó lentamente por donde llegó.  El,  por supuesto, fue detrás de ella. Una duda de si realmente era ella,  le surgió del cerebro como un jocosh enclenque.

    Pero cuando vio una cintura esbelta,  sus redondas caderas, sus pechos prominentes   y todo su  cuerpo sensual,  la duda se esfumó,  como un suspiro.

     

    -¡María Chirimía! ¡María Chirimía!.

     

    En ese lapso, los perros con su aullar lastimero espantaron al sueño que se adormecía profundamente.

    Juan  Huista se acarició los mechones ralos de bigotes con saliva,  y musitó: “Ahora sí te jodo”.

    Con un ademán de su fina mano, lo invitó a que la siguiera. El obedeció. Iba  camino al cementerio. Eso lo sabía perfectamente, pero no le dio importancia. Ya en el camposanto,  ella se detuvo, y él corrió jubiloso a abrazarla.

    Cuando la tuvo en sus brazos, ella le dio la cara y cayó aterrorizado al verle la cara de caballo,  con sus ojos de fuego.

     

    -La Siguanaba-, pensó antes de desplomarse.

     

    Con los primeros rayos del alba, encontraron su cadáver mutilado, como si una fiera lo hubiera devorado.

     

    -Jue la Siguanaba-, argumentó una anciana que se chupaba las únicas muelas podridas que lucía con orgullo.

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  • LA TATUANA

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    FUENTE: Leyendas de Santa Ana Huista, Huehuetenango, Guatemala. Elder Exvedi Morales Mérida.

     

    Una furtiva lágrima surgió de sus ojos como jocosh solitario,  cuando  volvió a recordar su pueblo.

    Pero aún mantenía su rostro radiante y angelical.

     

    La nostalgia sacudía su espíritu, y es que, ese sentimiento va absorbiendo nuestra vida, de tal forma que todo parece oscuridad.

     

    Nadie recordaba cuándo había llegado al pueblo. Solo se murmuraba que la habían echado de su tierra porque la señalaban de bruja.

     

    Desde hacía tiempo, era ella el  motivo de prolongadas tertulias.

     

    -Qué patoja tan galana.

    -Ala usté,  no sea así…

    -Cómo así.

    -Bruto.

    -Púchicas.

    -Se le va el pájaro de una vez.

    -¿Será cierto usté?

    -Es la puritita verdá.

     

    La consejera se marchó.

    El  sorbió un trago y  chupó el limón. Y los pensamientos, como parvadas brotaban y alzaban el vuelo.

     

    -Hoy me quito las dudas-, murmuró,  y fue en busca de Aurora, que así se llamaba, la supuesta Tatuana.

     

    Una llovizna pertinaz lo sorprendió en el camino. Como iba muy ebrio, se resbaló  y cayó en un barranco.

    Allá abajo, quedó inconsciente.

     

    Al  día siguiente, la desaparición del enamorado de Aurora, creó zozobra.  Los pueblerinos culpaban a la joven hermosa, por lo que fue encarcelada.

     

    -Muy calladito-, le dijo Aurora al  carcelero.

    -Disculpe que no mucho le hable, con la gran soca que me cargo, ni ganas dan-, pretextó el guardián

     

    El silencio levantó su barda.

     

    El carcelero la miró detenidamente. La encontró con la vista perdida en la oscuridad,  mientras un lagrimón corría por su rostro.

     

    Su mirada profunda lo cautivó.

     

    -Patoja, ¿qué quiere?

    -Hágame un favor, tráigame un poco de tizne.

    -Ta güeno.

     

    La noche vagaba por todos los rincones del pueblo, y la nostalgia y  la desgracia en el alma de la hermosa Aurora, se revolcaban.

     

    El carcelero le llevó un fragmento de comal  tiznado, y se comenzó a dormir. Entonces, la supuesta Tatuana, con una excelente habilidad artística, dibujó una barca, se subió a ella y desapareció.

    El carcelero se quedó perplejo del miedo, y perdió el conocimiento.

     

    Muy temprano despertó sobresaltado, y lloró.

     

    -Qué bruto que soy, se me escapó la Tatuana-, se lamentó.

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  • EL SOMBRERON Y LA NIÑA BONITA

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    FUENTE: Leyendas de Santa Ana Huista, Huehuetenango, Guatemala. Elder Exvedi Morales Mérida.

     

    Cuenta la leyenda, tejida con diferentes colores de voces ancianas,  que cuando llegaron los primeros ladinos a  Santa Ana Huista,  comenzaron  a brotar leyendas nuevas y por ende, con diferentes matices.  Los ecos de las  voces ancianas refieren  que durante los primeros años de vida ladina,  el Sombrerón se enamoró de una joven de pelo largo, ondulado y azabache.

    Todas las noches, cuando la luna con sus ojos fulminantes se asomaba a la ventana del cielo para alumbrar al pueblo solazado, el Sombrerón,  Duende, Tzipitío o Tzitzimite,   llegaba a la ventana de adobe a cantarle sus misteriosos cantos, uno de los cuales decía más o menos así:

    “Sale a tu ventana

    a escuchar los cantos

    que desde lejanos lares te traigo,

    niña de Santa Ana.

     

    Sale a tu rústica ventana

    que quiero ver tu figura de cristal,

    y tus labios que deseo

    y tu cuerpo sensual”.

     

    Cuentan que la joven se embelesaba con las tonadas inéditas, sin importarle quien  fuera su pretendiente. Ella, la muchacha más preciosa del pueblo, comenzaba a enamorarse del  extraño personaje, que le cautivaba con sus melodías dulces  y  encantadoras. La madre,  al darse cuenta que su hija enflaquecía y empalidecía, comprendió que el Sombrerón se estaba entrometiendo  en la vida privada de la niña bonita.  Entonces, al darse cuenta que el Sombrerón se la quería ganar, con astucia convenció a la joven  enamorada  para viajar a Chiapas, México, ya que se negaba a partir, porque no quería perderse ninguna serenata del  amante. Dejaron el pueblo viajando en lomo de caballos, por los caminitos que parecían serpientes morenas.

     

    Por la noche, volvió a aparecer el hombrecito vestido de negro, calzando botas de charol, y vanidoso con sus espuelas bulliciosas, y con su enorme sombrero. Tomó su guitarra  de garganta más de pájaro que de guitarra, y empezó a entonar una nueva canción, posiblemente una composición escrita especialmente para ella. El aullar escandaloso de los perros era más notorio. Concluyó el último compás,  y con alegría inmensa creyó que  por fin  asomaría la cabeza y nada, absolutamente nada.

    Volvió tres noches más y nada, entonces se dio cuenta que ya no vivía ahí, en esa lujosa casa de adobes y techo de tejas,  que más parecían rajas de canela aromática. Nadie sabe cómo se enteró de que en Chiapas estaba, quizá lo olfateó, pues dicen que así encuentra a las mujeres que huyen involuntariamente de él. Cuando llegó a Chiapas, a  un poblado llamado Coneta, se enteró  que el día  anterior la habían sepultado, pues había muerto  de tristeza.  El Sombrerón volvió a las calles santanecas a cantar su desgracia, a llorar su abismal dolor,  porque él nunca olvida a las mujeres que ha idolatrado.

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  • EL CHIAPANECO Y LA SIGUANABA

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    FUENTE: Leyendas de Santa Ana Huista, Huehuetenango, Guatemala. Elder Exvedi Morales Mérida.

     

    EL CHIAPANECO Y LA SIGUANABA

     

    Contaban  que un hombre, de origen chiapaneco, llegado durante la Revolución Mexicana,  en el año de 1914, era muy mujeriego.

    Una noche, alumbrada por la tenue luz de la pálida luna, caminaba bajo las dos frondosas ceibas que firmes se erguían en el centro del pueblo. Cuando ya se dirigía al cantón   San Juan, donde vivía, vio que cerca de la pila de sabino mandada a hacer por el Alcalde Municipal, don Timoteo Morales, estaba  una mujer de apariencia hermosa: vestida de blanco y de pelo negro muy largo. Su belleza física lo embelesó intensamente. El hombre pícaro se acercó sigilosamente,  y ya estando a un paso de ella, comenzó a enamorarla con una canción,  cuya  música se ignora, mas no la letra, que más o menos decía así:

     

    “Patoja bella,

    de esta tierra,

    dame  tus besos de miel,

    porque con ella,

    quiero emborracharme para siempre.

     

    Oye mi canto,

    canto de mi guitarra y de mi alma,

    patoja linda, de Santa Ana”.

     

    Aún no  había terminado de entonar su canto, cuando ella,  con un movimiento excitante de manos,   lo estimuló a  que la siguiera, ocultándole  su rostro. Él,  pensando en ese momento ardiente de amorío, iba detrás de la misteriosa mujer, que dirigía sus pasos a la sombra de las ceibas, donde, aparentemente,  darían rienda suelta a sus deseos carnales… Ya muy cerca de las raíces que afloraban de una de las ceibas, ella volteó a verlo,  y  fue cuando el chiapaneco se dio cuenta  que la supuesta mujer bella, tenía cara de caballo. El  miedo se apoderó de él,  y cayó al suelo.  Entonces la Siguanaba  le dio una mordida en el rostro, y quiso devorarlo, pero al darse cuenta  que unos cazadores se acercaban, huyó lanzando sus  gritos espeluznantes. Los cazadores lo auxiliaron, sabiendo que la Siguanaba había intentado matarlo. El  pícaro mexicano regresó a su patria antes que los demás, por el miedo a repetir la sombría experiencia.

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  • EL SOMBRERON DE MONAJIL

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    FUENTE: Leyendas de Santa Ana Huista, Huehuetenango, Guatemala. Elder Exvedi Morales Mérida

     

    Esa  clara mañana olía  a perfume  de chirimía  sagrada.

    Y  en  el  horizonte,  el  sol con  su  baba  de  oro,  besaba  la   faz  del viento.

     

    -Sos  un totoreco.

    -¿Por qué?

    -Porque anoche  te  chiveaste.

    -Tenés  razón  Lino.

    -Te  la  van  a quitar si  seguís  así.

    -Que  la trompa se   te   tuerza.

     

    En  ese preciso momento   apareció  ella con su  viejo canasto.

    Era  sábado,  día de plaza.

     

    -Mirá, más  chula  amaneció  hoy.

    -Y  arisca.

    -Ya  ni que fuera  yegua.

     

    Su  cabello  largo azabache  parecía   bandera luctuosa que  el  viento  peinaba con  sus  finísimos  dedos.

    Ella lo  fulminó  con  una  mirada  y él se  sonrojó.

     

    -Andá  a  acompañarla-,  le  aconsejó   Lino.

    -Me  puede  zarandear el   papá.

     

    El día  transcurrió  sereno  y  la  noche  cayó  tímidamente.

    Esa noche,   mientras ella leía una  de  las  tantas  cartas que  Chano  Sincero le  había  enviado, unos  acordes  de  guitarra  aceleraron  el  palpitar  de  su corazón.

     

    -Es Chano que  me trajo serenata-,  musitó    excitada.

     

    Cuando el  serenatero comenzó a cantar,  descubrió  que  no  era  Chano, por lo que  no  se  atrevió a abrir la pequeña ventana que   daba  a la  calle.

    Sin  embargo,  el  canto  misterioso que  jamás   había  escuchado,  la  emocionó.

     

    -¿Cómo  será  mi  nuevo  enamorado?,  reflexionó.

     

    Su  orgullo  le sugirió   no  salir.

    Había transcurrido  un  mes y  ella ya estaba  profundamente enamorada del  extraño.

     

    Esa noche, cuando la extraña presencia… atormentó  a los  perros, abrió  la ventana cuando concluyó  la dulce  tonada. Cuando lo vio, soltó una  carcajada  al  ver a  aquél hombrecito  vestido  de  negro. Sus  pies  calzaban botines  de charol, los  cuales  lucían un par  de  espuelas  de  oro.    Sobre  su  cabeza,  un enorme sombrero  de  petate que le ocultaba  la mitad   del   rostro.  Y al hombro,  una guitarra.

     

    -Entrá   por la  ventana.

     

    El pequeñísimo   hombre  obedeció.

     

    Desde  esa   noche,   el  Sombrerón la visitaba,  y  antes  de  entrar  por   la   ventana, le  obsequiaba su  canto  de  amor, y  su alma inflamada  de  alegría.

    Afuera,   el viento  parecía   un  enorme   barrilete que  se  enredaba   en  la  cabellera  de  los  árboles.

     

    Transcurrieron los  años,  y ella desapareció.

    En vano la  buscaron.

    Unos  afirmaban  que  el  duende  se la  había  llevado,  otros,  que se había  marchado para  Comalapa, Chiapas, México.

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  • LA SIGUANABA DE AGUA ZARCA

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    FUENTE: Leyendas de Santa Ana Huista, Huehuetenango, Guatemala. Elder Exvedi Morales Mérida.

     

    Esa noche, las estrellas temblaban de frío y suspiraban no sé porqué…y el silencio saltaba y se revolcaba en las callejuelas de Agua Zarca.

    Bajo la sombra de la añosa ceiba se amontonaban como jocoshes las remembranzas, y gritaban amarguras y dulzuras y él, el joven campesino,  la esperaba  apasionado.

    La oscuridad era densa,  y no podía divisar a quien se acercaba en ese instante.  A esa hora, la nostalgia le escupió el rostro del alma y la congoja se impuso.  Tenía ocho días de no saber nada de ella.

    Cavilando estaba, cuando de lo profundo de la calle Real, surgió una bella mujer vestida de blanco…

     

    -Es ella-,  musitó,  y miró para todos lados y descubrió que estaban solos, como dos melodías en medio de un vegetal pentagrama.

    El ladrar de los perros se acrecentó,  y las pocas estrellas se ocultaron detrás de las nubes, que como ovejas de nieve saltaban y saltaban.

     

    -Ya  ni chiste tiene-,  dijo,  y se atrevió llamarla: ¡Chencha, Chencha, aquí estoy!

     

    Los rayos de la luna se enredaron entre las ramas de la ceiba y se convirtieron en nidos de  astros.

    Mientras tanto, la sensual mujer que no daba la cara, se negaba a dar un paso.

     

    -¡Qué rechula está!, afirmó-, mientras la apreciaba de pies a cabeza.

     

    El vestido blanco pegado a sus curvas; su cabello largo danzando al compás de la música del viento; su esbelta cintura lucía una cinta dorada,  sus senos prominentes,  sus caderas redondas y muchas otras cosas, la identificaban como la amada.

     

    -Es ella, la conozco rete bien, pero ahorita sí se está poniendo difícil.

     

    La luz de la luna inició a salpicar la oscuridad y pudo observarla mejor.

     

    -¡Chencha, Chencha, vení pue, no seas pura lata!

     

    Fue hasta entonces cuando ella alzó la mano y le indicó se acercara.

     

    -Qué  rejodida es-, pensó, y se mostró indiferente.

     

    Ella atravesó presurosa la calle Real y dobló por una vereda que conducía al camposanto. El tortuoso caminito parecía serpiente dormida.   El viento comenzó a soplar y le chipoteaba la cara morena.

    De pronto, entró por la rendija de su corazón un terror jamás experimentado.

     

    -El guaro que me atoré me está chingando, dijo.

     

    Mientras tanto, las luciérnagas que parecían minúsculos tizones voladores huían de la mujer.

    Ella estaba como congelada cerca de un tapial semidestruido, esperándolo.

     

    -¡Chencha, ya ni chiste tenés, crees que soy tan dundo!-,  le gritó un poco irritado.

     

    Ella alzó de nuevo la mano, indicándole fuera tras sus pasos.

     

    -Ni modo- pensó-, ante una mujer uno se vuelve como melcocha.

    Fue tras sus huellas.   La mujer apresuró sus pasos y él aligeró los suyos.

    Ya en el corazón del cementerio, ella se detuvo y él la abrazó,  y de pronto un estremecimiento corrió por todo su cuerpo y cayó inconsciente al suelo,  cuando vio su cabeza de caballo con sus ojos de fuego.  Si no es porque unos cazadores perseguían un venado cerca del lugar, se lo hubiera llevado la Siguanaba,   al más allá.

    Profundamente enfurecida, lanzó un grito terrorífico huyendo.

    Hasta el filo de la aurora lo encontraron delirando.

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  • LA NIÑA DE AGUA ZARCA Y EL SOMBRERON

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    FUENTE: Leyendas de Santa Ana Huista, Huehuetenango, Guatemala. Elder Exvedi Morales Mérida.

     

    El amanecer cantaba  dulcemente de alegría.

     

    Tiritando de frío,  caminaba de puntillas por las callejuelas silentes.

    Los ranchitos parecían hongos negros y enanos.

     

    En su mente, como jocoshes,  los temores se amontonaban; y la densa melancolía que le arrancaba tristeza, corría por sus venas.

    El recuerdo dormía cubierto  con la chamarra de la eternidad. De pronto, de no sé de qué rincón, surgió…

    El redoble de los cascos de un caballo azabache, llegaba a la aldea procedente  del otro lado.*           El ladrar de los perros se convirtió en llanto. El chaparro hombre, iba bien trajeado de negro, y luciendo  un cincho de cuero de venado. Calzaba botas, desgastadas por los siglos; en las cuales,  un par de espuelas de oro brillaban.  Sobre su cabeza,  un enorme sombrero de  palma,  que casi lo cubría por completo. Atravesó la calle principal y se detuvo bajo la monumental sombra de la añosa  ceiba que se yergue  en el centro.  Apersogó su azabache. Tomó su minúscula guitarra, la afinó,  y empezó a entonar su canción misteriosa,  pero seductora:

     

    Niña mía, de Agua Zarca,

    te traigo mi dulce cantar,

    para que nunca la parca

    tu amor me pueda robar.

     

    Niña mía, de embelesador mirar,

    hoy te traigo serenata,

    para que jamás, me dejes de amar,

    y mi vida se grata.

     

    El cántico, hilvanado con hilos de suspiros,  entraba por la rendija de una puerta especial, y se alojaba en el corazón de la más bella aldeana. Desde esa noche, empezó a llegar a Agua Zarca a sembrar serenatas, mientras las estrellas acurrucadas en el cielo, lo miraban y escuchaban maravilladas.  Alternando con la canción, se escuchaba un zapateado.

    Cuando respiró el perfume de la aurora que se avecinaba, colgó su guitarra, desató su caballo,  y se perdió por la vereda que como culebra se dirige al otro lado…

    Los gallos, con sus quiquiriquíes,  despertaron a la aldea.

     

    -Váyase a la porra.

    -En verdá se lo digo, era El Sombrerón que le trajo serenata a la ishtía esa…

    -¿Será usté?

    -¡Qué canción tan rechula! Pero para qué…

    -¿Para qué?

    -Que la canta el mismo cachudo.

    -Ah, tiene razón.

    -Pobre la güira.

    -¿Por qué?

    -Porque si no tiene cuidado, se  va a colgar de él,  y se la va a ganar.

    -Es cierto.

    -Rechula la  ishta.

    -Todos le llevan ganas.

    -Su pelote tan largo.

    -Si se lo cortara, tal vez ya ni la molestaría.

    -¡Cómo va a creer!

    -¿Qué cosa?

    -Que se lo vuele.

     

    El tiempo, como viento, se iba esfumando. Como  humo de cigarro de manojo…

    Y cada noche, a altas horas,  el Sombrerón  le llevaba serenata a la bella niña.  Sus ojos negros, su cabello largo y oscuro, y su cuerpo de diosa, atraía poderosamente la atención de todos lo hombres. Incluido al cura…

     

    Las serenatas perturbaban hondamente a Lupe, y cada vez más, un sentimiento misterioso se apoderaba de su espíritu.

    -No lo conozco, pero lo quiero-, murmuró la tercera noche que lo escuchó cantar.

     

    Algunas ancianas le comentaron  que su pretendiente era El Sombrerón,  pero  no les creyó. No fue, si no hasta la última noche de noviembre que se atrevió a abrir la ventana, y el  hombrecito pudo, al fin, entrar en la humilde casucha.

    Las serenatas continuaban y los aldeanos se turnaban para velar al hombrecillo, pero en vano fueron los esfuerzos.

    Lupe  se acurrucaba tras la ventana a esperarlo desde el momento en que la noche iniciaba a invadir las callejuelas.

    Cuando los padres de Lupe descubrieron que  El Sombrerón la asediaba, se la llevaron inmediatamente a Comalapa, Chiapas, México.

    La  noche que el duende llegó en busca de su amante y no la encontró, se oyó un canto tan triste, que hasta los árboles se erizaron.   Mientras tanto, en Comalapa, Lupe sufría por El Sombrerón y se negaba a tomar alimentos. A pesar de la distancia, el sutil canto y taconeo de su amado, resonaba en su memoria.

    Empezó a morir, como agonizan las tardes de noviembre.  La noche del 24 de diciembre de 1912, cuando la  Revolución Mexicana estaba en  efervescencia, la hallaron muerta.  El cuerpo exánime fue entregado a los padres. Al día siguiente, el cadáver fue trasladado a la aldea. Cuando la noticia corrió como el viento, la gente, como zancudos, se apostaron a la casa de la difunta. Ese 25 se convirtió hasta entonces en la noche más triste.   Cuando el reloj del tiempo marcó las doce de la noche, la gente vio atónita llegar al nefasto personaje. Dio un salto. Amarró su caballo. Tomó su guitarra y derramó su tristeza, cantando:

    Niña de Agua Zarca, niña mía,

    con tu tristísima partida

    se va mi alegría,

    y negra, se vuelve mi vida.

     

    Muchos contaban  que copiosas lágrimas brotaron de los ojos de Lupe. Aquel llanto desgarrador hizo que las estrellas se apagaran. La aldea completa estaba muy consternada.

    Cuentan las voces eternas que colgó su guitarra, montó su caballo, y se perdió en la oscuridad de la noche, y que desde entonces, todos los días lo veían cerca de la tumba, cantando canciones tristísimas.

     

     

     

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  • PEDRO IXIM Y LA SIGUANABA

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    FUENTE: Leyendas de Santa Ana Huista, Huehuetenango, Guatemala. Elder Exvedi Morales Mérida.

     

     

    Ya el sol  había retornado a su nido y la noche, como ishtía traviesa, comenzaba a correr por las calles serenas de Santa Ana Huista;  y las frondosas ramas de las dos ceibas que orgullosas se erguían en el corazón del pueblo, danzaban al compás de una marimba cuache. Pedro Ixim, con el alma de espumuy,  lloriqueaba en  soledad, y tejía laberintos.  Desde que  María Chirimía  había desaparecido en el río Huista, se volvió un ermitaño, un extremado  solitario.

    En su morral siempre cargaba el güipil que a ella más le embelesaba. Continuamente lo acariciaba, y de sus ojos brotaban a borbotones las lágrimas de pesadumbre.

    Como a las once de la noche, cuando el pueblo cabeceaba y sus habitantes habían caído en brazos del sueño, divisó a una mujer que iba  rumbo al río.

    Conforme iba acercándose  a ella, su alma comenzó a despertar y a embriagarse de alegría, ya que la mujer parecía ser María Chirimía.

    Mientras admiraba la belleza corporal de la mujer, gritaba a todo pulmón: ¡María Chirimía! ¡María Chirimía!, espérame.

     

    Ella, con un sensual movimiento  de mano, lo invitó a seguirla.

    Ya en la vega del río, ella se detuvo,  y él, muy ansioso, la abrazó.

    Pero grande fue su sorpresa cuando la mujer le dio la cara de caballo, cuyos ojos eran candentes, como tizones de roble. Pedro Ixim cayó de bruces, perdiendo el sentido,  y si no es por unos cazadores, la Siguanaba lo hubiera devorado.

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  • JUAN HUISTA Y LA LLORONA

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    FUENTE: Leyendas de Santa Ana Huista, Huehuetenango, Guatemala. Elder Exvedi Morales Mérida.

     

     

    El pueblo de Santa Ana Huista que es un pentagrama oloroso a primavera, despertaba perezosamente ese día, mientras en Agua Zarca,  Juan Huista la buscaba…

    Hacía tres días se había marchado sin saber porqué…

     

    En la cabeza de Juan Huista peregrinaban  muchas ideas.

    Quería hacer  retroceder el tiempo para no cometer los mismos errores.

    -Soy un dundo. No le gustaba que yo me atacara de guaro-, pensó,  y luego lloró largamente, con un llanto quedito.

    En Lop le dijeron que la habían visto del brazo de un muchacho de Monajil,  y fue hasta entonces cuando, en el fondo más íntimo de sí mismo, germinó la más negra tristeza, por lo que emprendió el viaje a Huista* a consumir licor en la cantina “Los Chucules”.

    -Ahora, sólo la cusha me va a tranquilizar-, murmuró.

    Su corazón ya era un nido de tristeza.

     

    Cuando llegó al pueblo, la noche comenzaba a caer como ennegrecido telón de teatro tenebroso. Y bajo la sombra tutelar  de una de las ceibas, encontró a su compadre Pedro Ixim, quien, no está de más decirlo, siempre llevaba su tecomate rebosante de aguardiente.

    -¿Por qué está tristeando compadrito?

    -Si supiera porqué-, respondió sollozando Juan Huista.

     

    En la cantina “Los Chucules” consumieron licor.

    A las once de la noche, Pedro Ixim enfiló por la calle Real, con destino a su rancho, y Juan Huista se quedó bajo la sombra de una de las dos ceibas, paladeando un sabroso recuerdo,  y platicando con la nostalgia. Mientras  tanto, los pájaros, con racimos de cantos, ofrecían  sus trinos,  en las vigorosas ramas del árbol nacional.

    Lloraba. Se lamentaba. Y las sombras nocturnas, como nefastos zanates, anunciaban un suceso espeluznante.

    A eso de la medianoche, divisó a una  hermosa mujer que corría enloquecida, lanzando sus alaridos y él, poseído por un escalofrío, solo alcanzó a decir: ¡Es la Llorona!, y perdió el sentido.

    Al siguiente día,  lo encontraron agonizando.

     

    *Llamo Huista, a Santa Ana Huista, porque personas de otros pueblos y del mismo pueblo,  lo denominan así desde tiempos remotos,  por ser el primer poblado denominado Huista.

     

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  • Ixcan

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    Cantaautor invitado: Alejandro Arriaza

     

    Los dioses decidieron fijar su residencia en el Ixcán,

    tejieron un huipil de selva verde, colgaron un chachal

    hecho de estrellas.

    Y luego permitieron que los hombres habitaran su

    morada.

    La milpa floreció entre la montaña, los niños jugaron

    con la luna,

    los dioses decidieron instalar el paraíso en el Ixcán.

     

    Los árboles espiaban su belleza reflejada en el Chixoy,

    los pájaros cantaban sus romances y hasta el sol

    trataban de elevarse.

    La tierra bondadosa era la madre de la espina y de la

    flor.

     

    Pero un día llegaron los hombres del fuego y la guerra,

    quemaron la milpa, regaron con sangre la tierra.

    Los hombres y las mujeres dejaron su hogar

    y hacia el amargo exilio hubo que marchar.

     

    Los dioses abandonaron su paraíso, todo cuanto estaba

    hecho se deshizo,

    los días de la alegría quedaron atrás, la muerte se hizo

    dueña del Ixcán.

     

    Los montes conocieron la furia del señor de Xibalbá,

    los gritos de la bomba y la metralla tronaron en la selva

    noche y día,

    el viento era el gemido moribundo de la selva

    desgarrada.

    Las aguas del Xalbal corrieron rojas, las nubes se tiñeron

    de cenizas,

    los montes conocieron la furia del señor de Xibalbá.

     

    La risa de la selva fue tomada prisionera y torturada,

    bajo el polvo de todos los caminos brotaron

    cementerios clandestinos.

    El cielo lloró sangre lamentando el genocidio del amor.

     

    Pero más poderosa que el odio, la guerra y la saña

    fue la voz del corazón de la montaña

    y aquellos que un día lejano debieron marchar

    a casa decidieron regresar.

     

    La furia del pueblo libre y organizado fue como la fuerza

    de cien mil tornados

    y quienes les aplastaron con su bota vieron que su

    fuerza había quedado rota.

    Luego de la noche fría y despiadada se vino el gozo de la

    madrugada.

    ¡La muerte y el dolor no volverán a pasear por las

    montañas del Ixcán!

     

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