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EL SOMBRERON Y LA NIÑA BONITA
FUENTE: Leyendas de Santa Ana Huista, Huehuetenango, Guatemala. Elder Exvedi Morales Mérida.
Cuenta la leyenda, tejida con diferentes colores de voces ancianas, que cuando llegaron los primeros ladinos a Santa Ana Huista, comenzaron a brotar leyendas nuevas y por ende, con diferentes matices. Los ecos de las voces ancianas refieren que durante los primeros años de vida ladina, el Sombrerón se enamoró de una joven de pelo largo, ondulado y azabache.
Todas las noches, cuando la luna con sus ojos fulminantes se asomaba a la ventana del cielo para alumbrar al pueblo solazado, el Sombrerón, Duende, Tzipitío o Tzitzimite, llegaba a la ventana de adobe a cantarle sus misteriosos cantos, uno de los cuales decía más o menos así:
“Sale a tu ventana
a escuchar los cantos
que desde lejanos lares te traigo,
niña de Santa Ana.
Sale a tu rústica ventana
que quiero ver tu figura de cristal,
y tus labios que deseo
y tu cuerpo sensual”.
Cuentan que la joven se embelesaba con las tonadas inéditas, sin importarle quien fuera su pretendiente. Ella, la muchacha más preciosa del pueblo, comenzaba a enamorarse del extraño personaje, que le cautivaba con sus melodías dulces y encantadoras. La madre, al darse cuenta que su hija enflaquecía y empalidecía, comprendió que el Sombrerón se estaba entrometiendo en la vida privada de la niña bonita. Entonces, al darse cuenta que el Sombrerón se la quería ganar, con astucia convenció a la joven enamorada para viajar a Chiapas, México, ya que se negaba a partir, porque no quería perderse ninguna serenata del amante. Dejaron el pueblo viajando en lomo de caballos, por los caminitos que parecían serpientes morenas.
Por la noche, volvió a aparecer el hombrecito vestido de negro, calzando botas de charol, y vanidoso con sus espuelas bulliciosas, y con su enorme sombrero. Tomó su guitarra de garganta más de pájaro que de guitarra, y empezó a entonar una nueva canción, posiblemente una composición escrita especialmente para ella. El aullar escandaloso de los perros era más notorio. Concluyó el último compás, y con alegría inmensa creyó que por fin asomaría la cabeza y nada, absolutamente nada.
Volvió tres noches más y nada, entonces se dio cuenta que ya no vivía ahí, en esa lujosa casa de adobes y techo de tejas, que más parecían rajas de canela aromática. Nadie sabe cómo se enteró de que en Chiapas estaba, quizá lo olfateó, pues dicen que así encuentra a las mujeres que huyen involuntariamente de él. Cuando llegó a Chiapas, a un poblado llamado Coneta, se enteró que el día anterior la habían sepultado, pues había muerto de tristeza. El Sombrerón volvió a las calles santanecas a cantar su desgracia, a llorar su abismal dolor, porque él nunca olvida a las mujeres que ha idolatrado.