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Elizeth Tum, una vida de rebeldía: “me tocó estudiar debajo de los árboles“

Elizeth Tum, una vida de rebeldía: “me tocó estudiar debajo de los árboles“

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Fotografía: Sergio Valdés Pedroni

 

Hablar con el bosque, acompañar a un ave herida, caminar por la orilla del cielo y la tierra, denunciar por todos los medios a quienes vulneran la integridad de una persona o un pueblo. Estas fueron las enseñanzas de Elizeth Us Tun, fallecida el jueves 28 de mayo, a consecuencia de una enfermedad.

 

Las personas que habitan en un país cambian y se vuelven más sensibles, unas en función de las otras. Esto es más claro cuando estrechamos el círculo geográfico: de país a región, de región a departamento, y así hasta llegar al cantón de una aldea lejana.

En Guatemala hay más de 29,500 comunidades rurales, entre aldeas, caseríos y parajes, y en cada una de ellas habita por lo menos una mujer como Elizeth Us Tum, que ha llorado por la injusticia, pero que cada mañana al despertar, abraza la voluntad de luchar por la vida.

Nació en Llano Grande, aldea de Chicamán, en El Quiché. Todavía vive ahí, pero su área de trabajo se centra en Uspantán y abarca cualquier lugar donde haga falta acompañar a víctimas de violencia. Cunen, Cotzal, Chajul, no hay municipio que no haya escuchado sus proclamas por los derechos humanos y la alegría.

“Me considero una mujer empoderada –dice con voz de pequeña cascada montañosa–, una mujer que ya no tiene miedo. Que aprendió a defenderse y hablar en nombre de quienes lo necesitan, porque en Guatemala hay muchos casos de violencia que no se denuncian. Y eso es exactamente lo que hacemos: acompañamos casos de violencia sexual e intrafamiliar y luchamos por la defensa del territorio, en coordinación con organizaciones sociales, como el Comité de Pueblos Kichés”.

Con 36 años de edad, un hijo de 20, una hija de 18 y una niña de 9, disfruta el ejercicio de su memoria prodigiosa, como si fuera Ixpiyacoc o alguna de las abuelas mayas fundadoras de los recuerdos: “cuando tenía 3 años el ejército nos desalojó, nos quitó las tierras, mató a mucha gente alrededor y tuvimos que irnos de Chicamán para salvar la vida. Nos fuimos por un tiempo a Raxrujá, en las selvas de Alta Verapaz”.

De su infancia recuerda cuando iba con su familia al río: “mientras las mujeres lavaban ropa, los hombres nadaban y agarraban pescado. Como yo era traviesa, los seguía y me metía al agua. Hasta que un día me iba a ahogar, pero mi papá me agarró y me regañó. Yo le dije que quería aprender a nadar y él me tomó en sus brazos y me puso a patalear. Fueron momentos de mucha alegría”.

Un día el ejército secuestró a su papá, no se volvió a saber de él y la vida de Elizeth cobró la forma de un huipil mutilado por la crueldad, y los ojos de los hombres y las mujeres que antes reían a la orilla del río, se llenaron de tristezas y misterios.

De regreso en Chicamán, se puso a trabajar con un hombre que aserraba pinos en la montaña, sacando las tablas tiernas y pesadas hasta el camino ancho de la comunidad. “A veces me ayudaban o me regalaban un par de zapatos, pero siempre me costaba y sufría. En una ocasión, un ex militar que conocía a mi mamá, se aprovechó de mí. Fue horrible, porque yo ni siquiera había desarrollado como mujer”.

Después de aquella primera agresión, Elizeth se acercó a su abuela materna: “Se llamaba María Tum –dice, sollozando por su recuerdo–, era la comadrona de la comunidad pero también huesera, y curaba niños, curaba sustos ¡curaba de todo!. De plano eso ayudó para que no la mataran. Con ella aprendí el equilibrio de defender la vida”.

De su madre aprendió a identificar a los enemigos de la paz y a los agresores de mujeres. Con el tiempo, aprendió a ocultar sus sentimientos entre las piedras, y a fabricar con yerbas y agua del río medicinas para curar la tristeza y sanar las heridas del desamor y del olvido.

“Antes habían ríos y nacimientos de agua donde mi abuela se ponía a platicar con el agua y con las nubes. Y ahora entiendo que era su forma de mantenerse a salvo, de librarse del dolor y de agarrar fuerza para vivir.

Por eso cuando atravieso un bosque, me pongo a hablar con los árboles y con los pájaros, y les pido que lleven nuestro reclamo de justicia a todo el territorio. Y cuando tenemos un caso muy duro, una violación, un asesinato o un atentado contra el patrimonio natural del pueblo, hasta doy un grito o canto en voz muy alta. Soy la heredera de mi abuela”.

Para Elizeth, defender los derechos humanos es una tarea cotidiana: “con todo lo que he vivido, yo me doy cuenta de que si no hablamos, si no denunciamos, si no luchamos, siguen las violaciones, siguen las injusticias. Es muy importante denunciar, aunque ya sabemos que la situación en los juzgados está jodida, que a veces los juzgadores reciben dinero, que hay corrupción e impunidad, pero hay que seguir hablando”.

Hoy en El Quiché existe un número creciente de defensores y defensoras que frente a una agresión, rápidamente llaman los organismos de derechos humanos y a organizaciones sociales activas: “Nuestra idea es hacer redes, aunque sea para hablar de un sólo caso y que se conozca lo más rápido posible. Vamos al Ministerio Público o al INACIF y mandamos cartas por correo electrónico. También hemos visto que es muy importante dar conferencias

de prensa, porque después de la denuncia vienen las amenazas y hasta los atentados. A veces de los agresores particulares, pero a veces de empresas involucradas en violaciones a los derechos humanos, o de otros poderes que actúan con impunidad”.

Elizeth vio y vivó el horror, y la muerte marcó su infancia. Y como si esto fuera poco, tuvo que cargar con varias agresiones directas a su integridad, no sólo en el campo sino en la ciudad, en la época en la que trabajó como empleada doméstica. “Al lado de mi conciencia de la realidad iba creciendo un rencor y un odio muy fuerte contra las personas que se comprometieron con el ejército que mandaban a traer a nuestros familiares, para asesinarlos y desaparecerlos. Lo peor es que se hacían pasar por cristianos, como Ríos Mont. Pero un día empecé a defenderme y a trabajar por los derechos humanos de los demás, y recuperé la alegría y mi odio se volvió una fuerza para la vida, no para la muerte”.

* Tomado de LLEVAMOS LA VIDA ENTRE LAS MANOS, manual de DIAKONÍA sobre las medidas de la UNIÓN EUROPEA para proteger a quienes defienden los derechos humanos en Guatemala (en proceso de impresión y de pronta aparición pública). También apareció en la edición impresa de La Hora, hoy 30 de mayo de 2015.

 

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