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diciembre 2013

  • EL SOMBRERON DE MONAJIL

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    FUENTE: Leyendas de Santa Ana Huista, Huehuetenango, Guatemala. Elder Exvedi Morales Mérida

     

    Esa  clara mañana olía  a perfume  de chirimía  sagrada.

    Y  en  el  horizonte,  el  sol con  su  baba  de  oro,  besaba  la   faz  del viento.

     

    -Sos  un totoreco.

    -¿Por qué?

    -Porque anoche  te  chiveaste.

    -Tenés  razón  Lino.

    -Te  la  van  a quitar si  seguís  así.

    -Que  la trompa se   te   tuerza.

     

    En  ese preciso momento   apareció  ella con su  viejo canasto.

    Era  sábado,  día de plaza.

     

    -Mirá, más  chula  amaneció  hoy.

    -Y  arisca.

    -Ya  ni que fuera  yegua.

     

    Su  cabello  largo azabache  parecía   bandera luctuosa que  el  viento  peinaba con  sus  finísimos  dedos.

    Ella lo  fulminó  con  una  mirada  y él se  sonrojó.

     

    -Andá  a  acompañarla-,  le  aconsejó   Lino.

    -Me  puede  zarandear el   papá.

     

    El día  transcurrió  sereno  y  la  noche  cayó  tímidamente.

    Esa noche,   mientras ella leía una  de  las  tantas  cartas que  Chano  Sincero le  había  enviado, unos  acordes  de  guitarra  aceleraron  el  palpitar  de  su corazón.

     

    -Es Chano que  me trajo serenata-,  musitó    excitada.

     

    Cuando el  serenatero comenzó a cantar,  descubrió  que  no  era  Chano, por lo que  no  se  atrevió a abrir la pequeña ventana que   daba  a la  calle.

    Sin  embargo,  el  canto  misterioso que  jamás   había  escuchado,  la  emocionó.

     

    -¿Cómo  será  mi  nuevo  enamorado?,  reflexionó.

     

    Su  orgullo  le sugirió   no  salir.

    Había transcurrido  un  mes y  ella ya estaba  profundamente enamorada del  extraño.

     

    Esa noche, cuando la extraña presencia… atormentó  a los  perros, abrió  la ventana cuando concluyó  la dulce  tonada. Cuando lo vio, soltó una  carcajada  al  ver a  aquél hombrecito  vestido  de  negro. Sus  pies  calzaban botines  de charol, los  cuales  lucían un par  de  espuelas  de  oro.    Sobre  su  cabeza,  un enorme sombrero  de  petate que le ocultaba  la mitad   del   rostro.  Y al hombro,  una guitarra.

     

    -Entrá   por la  ventana.

     

    El pequeñísimo   hombre  obedeció.

     

    Desde  esa   noche,   el  Sombrerón la visitaba,  y  antes  de  entrar  por   la   ventana, le  obsequiaba su  canto  de  amor, y  su alma inflamada  de  alegría.

    Afuera,   el viento  parecía   un  enorme   barrilete que  se  enredaba   en  la  cabellera  de  los  árboles.

     

    Transcurrieron los  años,  y ella desapareció.

    En vano la  buscaron.

    Unos  afirmaban  que  el  duende  se la  había  llevado,  otros,  que se había  marchado para  Comalapa, Chiapas, México.

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  • LA SIGUANABA DE AGUA ZARCA

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    FUENTE: Leyendas de Santa Ana Huista, Huehuetenango, Guatemala. Elder Exvedi Morales Mérida.

     

    Esa noche, las estrellas temblaban de frío y suspiraban no sé porqué…y el silencio saltaba y se revolcaba en las callejuelas de Agua Zarca.

    Bajo la sombra de la añosa ceiba se amontonaban como jocoshes las remembranzas, y gritaban amarguras y dulzuras y él, el joven campesino,  la esperaba  apasionado.

    La oscuridad era densa,  y no podía divisar a quien se acercaba en ese instante.  A esa hora, la nostalgia le escupió el rostro del alma y la congoja se impuso.  Tenía ocho días de no saber nada de ella.

    Cavilando estaba, cuando de lo profundo de la calle Real, surgió una bella mujer vestida de blanco…

     

    -Es ella-,  musitó,  y miró para todos lados y descubrió que estaban solos, como dos melodías en medio de un vegetal pentagrama.

    El ladrar de los perros se acrecentó,  y las pocas estrellas se ocultaron detrás de las nubes, que como ovejas de nieve saltaban y saltaban.

     

    -Ya  ni chiste tiene-,  dijo,  y se atrevió llamarla: ¡Chencha, Chencha, aquí estoy!

     

    Los rayos de la luna se enredaron entre las ramas de la ceiba y se convirtieron en nidos de  astros.

    Mientras tanto, la sensual mujer que no daba la cara, se negaba a dar un paso.

     

    -¡Qué rechula está!, afirmó-, mientras la apreciaba de pies a cabeza.

     

    El vestido blanco pegado a sus curvas; su cabello largo danzando al compás de la música del viento; su esbelta cintura lucía una cinta dorada,  sus senos prominentes,  sus caderas redondas y muchas otras cosas, la identificaban como la amada.

     

    -Es ella, la conozco rete bien, pero ahorita sí se está poniendo difícil.

     

    La luz de la luna inició a salpicar la oscuridad y pudo observarla mejor.

     

    -¡Chencha, Chencha, vení pue, no seas pura lata!

     

    Fue hasta entonces cuando ella alzó la mano y le indicó se acercara.

     

    -Qué  rejodida es-, pensó, y se mostró indiferente.

     

    Ella atravesó presurosa la calle Real y dobló por una vereda que conducía al camposanto. El tortuoso caminito parecía serpiente dormida.   El viento comenzó a soplar y le chipoteaba la cara morena.

    De pronto, entró por la rendija de su corazón un terror jamás experimentado.

     

    -El guaro que me atoré me está chingando, dijo.

     

    Mientras tanto, las luciérnagas que parecían minúsculos tizones voladores huían de la mujer.

    Ella estaba como congelada cerca de un tapial semidestruido, esperándolo.

     

    -¡Chencha, ya ni chiste tenés, crees que soy tan dundo!-,  le gritó un poco irritado.

     

    Ella alzó de nuevo la mano, indicándole fuera tras sus pasos.

     

    -Ni modo- pensó-, ante una mujer uno se vuelve como melcocha.

    Fue tras sus huellas.   La mujer apresuró sus pasos y él aligeró los suyos.

    Ya en el corazón del cementerio, ella se detuvo y él la abrazó,  y de pronto un estremecimiento corrió por todo su cuerpo y cayó inconsciente al suelo,  cuando vio su cabeza de caballo con sus ojos de fuego.  Si no es porque unos cazadores perseguían un venado cerca del lugar, se lo hubiera llevado la Siguanaba,   al más allá.

    Profundamente enfurecida, lanzó un grito terrorífico huyendo.

    Hasta el filo de la aurora lo encontraron delirando.

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  • LA NIÑA DE AGUA ZARCA Y EL SOMBRERON

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    FUENTE: Leyendas de Santa Ana Huista, Huehuetenango, Guatemala. Elder Exvedi Morales Mérida.

     

    El amanecer cantaba  dulcemente de alegría.

     

    Tiritando de frío,  caminaba de puntillas por las callejuelas silentes.

    Los ranchitos parecían hongos negros y enanos.

     

    En su mente, como jocoshes,  los temores se amontonaban; y la densa melancolía que le arrancaba tristeza, corría por sus venas.

    El recuerdo dormía cubierto  con la chamarra de la eternidad. De pronto, de no sé de qué rincón, surgió…

    El redoble de los cascos de un caballo azabache, llegaba a la aldea procedente  del otro lado.*           El ladrar de los perros se convirtió en llanto. El chaparro hombre, iba bien trajeado de negro, y luciendo  un cincho de cuero de venado. Calzaba botas, desgastadas por los siglos; en las cuales,  un par de espuelas de oro brillaban.  Sobre su cabeza,  un enorme sombrero de  palma,  que casi lo cubría por completo. Atravesó la calle principal y se detuvo bajo la monumental sombra de la añosa  ceiba que se yergue  en el centro.  Apersogó su azabache. Tomó su minúscula guitarra, la afinó,  y empezó a entonar su canción misteriosa,  pero seductora:

     

    Niña mía, de Agua Zarca,

    te traigo mi dulce cantar,

    para que nunca la parca

    tu amor me pueda robar.

     

    Niña mía, de embelesador mirar,

    hoy te traigo serenata,

    para que jamás, me dejes de amar,

    y mi vida se grata.

     

    El cántico, hilvanado con hilos de suspiros,  entraba por la rendija de una puerta especial, y se alojaba en el corazón de la más bella aldeana. Desde esa noche, empezó a llegar a Agua Zarca a sembrar serenatas, mientras las estrellas acurrucadas en el cielo, lo miraban y escuchaban maravilladas.  Alternando con la canción, se escuchaba un zapateado.

    Cuando respiró el perfume de la aurora que se avecinaba, colgó su guitarra, desató su caballo,  y se perdió por la vereda que como culebra se dirige al otro lado…

    Los gallos, con sus quiquiriquíes,  despertaron a la aldea.

     

    -Váyase a la porra.

    -En verdá se lo digo, era El Sombrerón que le trajo serenata a la ishtía esa…

    -¿Será usté?

    -¡Qué canción tan rechula! Pero para qué…

    -¿Para qué?

    -Que la canta el mismo cachudo.

    -Ah, tiene razón.

    -Pobre la güira.

    -¿Por qué?

    -Porque si no tiene cuidado, se  va a colgar de él,  y se la va a ganar.

    -Es cierto.

    -Rechula la  ishta.

    -Todos le llevan ganas.

    -Su pelote tan largo.

    -Si se lo cortara, tal vez ya ni la molestaría.

    -¡Cómo va a creer!

    -¿Qué cosa?

    -Que se lo vuele.

     

    El tiempo, como viento, se iba esfumando. Como  humo de cigarro de manojo…

    Y cada noche, a altas horas,  el Sombrerón  le llevaba serenata a la bella niña.  Sus ojos negros, su cabello largo y oscuro, y su cuerpo de diosa, atraía poderosamente la atención de todos lo hombres. Incluido al cura…

     

    Las serenatas perturbaban hondamente a Lupe, y cada vez más, un sentimiento misterioso se apoderaba de su espíritu.

    -No lo conozco, pero lo quiero-, murmuró la tercera noche que lo escuchó cantar.

     

    Algunas ancianas le comentaron  que su pretendiente era El Sombrerón,  pero  no les creyó. No fue, si no hasta la última noche de noviembre que se atrevió a abrir la ventana, y el  hombrecito pudo, al fin, entrar en la humilde casucha.

    Las serenatas continuaban y los aldeanos se turnaban para velar al hombrecillo, pero en vano fueron los esfuerzos.

    Lupe  se acurrucaba tras la ventana a esperarlo desde el momento en que la noche iniciaba a invadir las callejuelas.

    Cuando los padres de Lupe descubrieron que  El Sombrerón la asediaba, se la llevaron inmediatamente a Comalapa, Chiapas, México.

    La  noche que el duende llegó en busca de su amante y no la encontró, se oyó un canto tan triste, que hasta los árboles se erizaron.   Mientras tanto, en Comalapa, Lupe sufría por El Sombrerón y se negaba a tomar alimentos. A pesar de la distancia, el sutil canto y taconeo de su amado, resonaba en su memoria.

    Empezó a morir, como agonizan las tardes de noviembre.  La noche del 24 de diciembre de 1912, cuando la  Revolución Mexicana estaba en  efervescencia, la hallaron muerta.  El cuerpo exánime fue entregado a los padres. Al día siguiente, el cadáver fue trasladado a la aldea. Cuando la noticia corrió como el viento, la gente, como zancudos, se apostaron a la casa de la difunta. Ese 25 se convirtió hasta entonces en la noche más triste.   Cuando el reloj del tiempo marcó las doce de la noche, la gente vio atónita llegar al nefasto personaje. Dio un salto. Amarró su caballo. Tomó su guitarra y derramó su tristeza, cantando:

    Niña de Agua Zarca, niña mía,

    con tu tristísima partida

    se va mi alegría,

    y negra, se vuelve mi vida.

     

    Muchos contaban  que copiosas lágrimas brotaron de los ojos de Lupe. Aquel llanto desgarrador hizo que las estrellas se apagaran. La aldea completa estaba muy consternada.

    Cuentan las voces eternas que colgó su guitarra, montó su caballo, y se perdió en la oscuridad de la noche, y que desde entonces, todos los días lo veían cerca de la tumba, cantando canciones tristísimas.

     

     

     

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  • PEDRO IXIM Y LA SIGUANABA

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    FUENTE: Leyendas de Santa Ana Huista, Huehuetenango, Guatemala. Elder Exvedi Morales Mérida.

     

     

    Ya el sol  había retornado a su nido y la noche, como ishtía traviesa, comenzaba a correr por las calles serenas de Santa Ana Huista;  y las frondosas ramas de las dos ceibas que orgullosas se erguían en el corazón del pueblo, danzaban al compás de una marimba cuache. Pedro Ixim, con el alma de espumuy,  lloriqueaba en  soledad, y tejía laberintos.  Desde que  María Chirimía  había desaparecido en el río Huista, se volvió un ermitaño, un extremado  solitario.

    En su morral siempre cargaba el güipil que a ella más le embelesaba. Continuamente lo acariciaba, y de sus ojos brotaban a borbotones las lágrimas de pesadumbre.

    Como a las once de la noche, cuando el pueblo cabeceaba y sus habitantes habían caído en brazos del sueño, divisó a una mujer que iba  rumbo al río.

    Conforme iba acercándose  a ella, su alma comenzó a despertar y a embriagarse de alegría, ya que la mujer parecía ser María Chirimía.

    Mientras admiraba la belleza corporal de la mujer, gritaba a todo pulmón: ¡María Chirimía! ¡María Chirimía!, espérame.

     

    Ella, con un sensual movimiento  de mano, lo invitó a seguirla.

    Ya en la vega del río, ella se detuvo,  y él, muy ansioso, la abrazó.

    Pero grande fue su sorpresa cuando la mujer le dio la cara de caballo, cuyos ojos eran candentes, como tizones de roble. Pedro Ixim cayó de bruces, perdiendo el sentido,  y si no es por unos cazadores, la Siguanaba lo hubiera devorado.

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  • JUAN HUISTA Y LA LLORONA

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    FUENTE: Leyendas de Santa Ana Huista, Huehuetenango, Guatemala. Elder Exvedi Morales Mérida.

     

     

    El pueblo de Santa Ana Huista que es un pentagrama oloroso a primavera, despertaba perezosamente ese día, mientras en Agua Zarca,  Juan Huista la buscaba…

    Hacía tres días se había marchado sin saber porqué…

     

    En la cabeza de Juan Huista peregrinaban  muchas ideas.

    Quería hacer  retroceder el tiempo para no cometer los mismos errores.

    -Soy un dundo. No le gustaba que yo me atacara de guaro-, pensó,  y luego lloró largamente, con un llanto quedito.

    En Lop le dijeron que la habían visto del brazo de un muchacho de Monajil,  y fue hasta entonces cuando, en el fondo más íntimo de sí mismo, germinó la más negra tristeza, por lo que emprendió el viaje a Huista* a consumir licor en la cantina “Los Chucules”.

    -Ahora, sólo la cusha me va a tranquilizar-, murmuró.

    Su corazón ya era un nido de tristeza.

     

    Cuando llegó al pueblo, la noche comenzaba a caer como ennegrecido telón de teatro tenebroso. Y bajo la sombra tutelar  de una de las ceibas, encontró a su compadre Pedro Ixim, quien, no está de más decirlo, siempre llevaba su tecomate rebosante de aguardiente.

    -¿Por qué está tristeando compadrito?

    -Si supiera porqué-, respondió sollozando Juan Huista.

     

    En la cantina “Los Chucules” consumieron licor.

    A las once de la noche, Pedro Ixim enfiló por la calle Real, con destino a su rancho, y Juan Huista se quedó bajo la sombra de una de las dos ceibas, paladeando un sabroso recuerdo,  y platicando con la nostalgia. Mientras  tanto, los pájaros, con racimos de cantos, ofrecían  sus trinos,  en las vigorosas ramas del árbol nacional.

    Lloraba. Se lamentaba. Y las sombras nocturnas, como nefastos zanates, anunciaban un suceso espeluznante.

    A eso de la medianoche, divisó a una  hermosa mujer que corría enloquecida, lanzando sus alaridos y él, poseído por un escalofrío, solo alcanzó a decir: ¡Es la Llorona!, y perdió el sentido.

    Al siguiente día,  lo encontraron agonizando.

     

    *Llamo Huista, a Santa Ana Huista, porque personas de otros pueblos y del mismo pueblo,  lo denominan así desde tiempos remotos,  por ser el primer poblado denominado Huista.

     

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  • Amor

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    Sumergièndote en las aguas cristalinas

    de la deidad de mi alma

    deleitamos  juntos

    la llovizna traviesa y ritmo de luz.

    Tu, yo……. nuestra mente

    envoltorio divino con luna, sin sol.

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  • Transcurriendo

    tiempo

     

    El tiempo pasa, vuela

    y en su carrera volatil es cuando nos eleva,

    sumergièndonos en el fondo de un cielo azul de estrellas;

    que esperan pacientes con anhelo de dulzura

    nuestra identificaciòn con una de ellas.

     

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