“… El nativo de toda amèrica ha sido generalmente despreciado por sus conquistadores blancos por su pobreza y sencillez.
Se
olvidan, quizá, que su religión negaba la acumulación de la
riqueza y el disfrute del lujo.
Una
religión nacida del silencio que daba la comprensión de la
humildad.Además, era la regla de su vida, compartir los frutos de su
habilidad y el éxito, con sus hermanos menos afortunados.
Así
mantuvo su espíritu libre de la obstrucción de la soberbia, la
codicia o la envidia, y llevó a cabo, como él creía, el decreto de
la materia divina, profundamente importante para él…”.
Estoy
aquí, sentada, con todas mis palabras
como
con una cesta de fruta verde, intactas.
Los
fragmentos
de mil dioses antiguos
derribados
se buscan por mi sangre,
se aprisionan, queriendo
recomponer
su estatua.
De las bocas
destruidas
quiere subir hasta mi
boca un canto,
un olor de resinas
quemadas, algún gesto
de
misteriosa roca trabajada.
Pero soy
el olvido, la traición,
el caracol
que no guardó del mar
ni el eco de
la más pequeña ola.
Y no miro los
templos sumergidos;
sólo miro los
árboles que encima de las ruinas
mueven
su vasta sombra, muerden con dientes ácidos
el
viento cuando pasa.
Y los signos se
cierran bajo mis ojos como
la flor
bajo los dedos torpísimos de un ciego.
Pero
yo sé: detrás
de mi cuerpo otro
cuerpo se agazapa,
y alrededor de
mí muchas respiraciones
cruzan
furtivamente
como los animales
nocturnos en la selva.
Yo sé, en
algún lugar,
lo mismo
que
en el desierto cactus,
un
constelado corazón de espinas
está
aguardando un hombre como el cactus la lluvia.
Pero
yo no conozco más que ciertas palabras
en
el idioma o lápida
bajo el que
sepultaron vivo a mi antepasado.
Al
pozo no le gusta que le tires piedras.
Lastimas su quietud.
Ese
juego no le agrada.
Si quieres jugar con él,
haz de tu voz
una pelota,
arrójala,
verás que te la devuelve.
Nos dijeron, » De la ceiba que encontramos en el camino hicimos nuestro bastòn. Lo trajimos desde la entrada a Tulan. Por este emblema nos llamamos Kaqchikeles; somos la naciòn de la ceiba, vosotros hijos nuestros»
Dáme
siempre mi cielo azul,
hombre antiguo de rostro iluminado.
Dáme
una y otra vez mi nube blanca,
alma vieja de cabeza
encendida.
Dáme siempre tu dorado abrigo,
gran cuchillo de
oro por quien
sobre la tierra estamos parados.